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Traducción de Roser Vilagrassa
Lo que denominamos cultura tiene dos formas o
manifestaciones. La cultura no es más que el perfeccionamiento subjetivo
de la vida. Este perfeccionamiento es directo o indirecto; al primero
se le denomina arte, al segundo, ciencia. A través del arte, nosotros
mismos alcanzamos una mayor perfección; a través de la ciencia,
perfeccionamos en nosotros nuestro concepto, o ilusión, del mundo.
Nuestro concepto del mundo incluye el concepto que
creamos de nosotros mismos. Por otra parte, el concepto que de nosotros
formamos encierra también nuestro concepto de las sensaciones a través
de las cuales el mundo nos es dado. Por ello sucede que, en sus
fundamentos subjetivos y, por consiguiente, en la máxima perfección que
nosotros podemos alcanzar -que no es sino la máxima correspondencia con
estos mismos fundamentos subjetivos-, el arte se mezcla con la ciencia y
la ciencia se confunde con el arte.
Los artistas excelsos dedican tanto tiempo y
estudio al conocimiento de las disciplinas de las que habrán de
servirse, que más parecen ser sabios de aquello que imaginan, que
aprendices de su imaginación. Ni en las obras ni en las formulaciones de
los grandes sabios faltan explicaciones lógicas de lo sublime. De su
lección se derivó la máxima «la perfección es el esplendor de lo
verdadero» que la tradición, claramente equivocada, atribuyó a Platón. Y
en la acción más perfecta que podemos concebir -la de aquellos a los
que llamamos dioses-, unimos por instinto las dos formas de la cultura:
los imaginamos creadores como artistas y a la vez eruditos como sabios.
Porque aquello que crean, lo crean en su conjunto, como verdad, no como
creación; y aquello que saben, lo saben en su conjunto, porque no lo
descubrieron, sino que lo crearon.
Si es lícito admitir que el alma se divide en dos
partes -una material y otra espíritu puro-, es lícito admitir que
cualquier hombre o grupo de hombres civilizado de nuestro tiempo debe la
primera a la nación a la que pertenece o en la que nació, y la segunda a
la Grecia Antigua. A excepción de las fuerzas ciegas de la naturaleza,
dijo Summer Maine, todo cuanto se mueve en este mundo es griego en su
origen.
Los griegos, que todavía nos gobiernan más allá de
sus tumbas derruidas, concibieron a dos dioses como creadores de todas
las formas de arte que aún hoy les debemos, y lo único que no crearon a
partir de éstas fue la necesidad y la imperfección. Atribuyeron al dios
Apolo la unión instintiva de la sensibilidad y el entendimiento, de la
cual surgió el arte como belleza. Atribuyeron a la diosa Atenea la unión
del arte y la ciencia, de la cual surgió el arte (al igual que la
ciencia) como forma de perfección. Bajo el influjo de los dioses nace el
poeta, si nosotros entendemos por poesía, como los griegos, el
principio animador de todas las artes; el artista se forma con la ayuda
de la diosa.
Con estos símbolos -tanto en este caso como en
otros- los griegos nos enseñaron que todo tiene origen divino, es decir,
extraño a nuestra razón y ajeno a nuestra voluntad. Solamente somos
aquello que nos hicieron ser, y tenemos sueños en los que somos siervos
orgullosos de la libertad que ni siquiera en ellos tenemos. Por ello, el
nascitur que se atribuye al poeta también se atribuye a la mitad del
artista. No se aprende a ser artista; se aprende, no obstante, a saber
serlo. En cierto modo, con todo, un artista nato tiene mayor capacidad
para mejorar su condición de artista nato. Cada uno tiene el Apolo que
busca, y tendrá la Atenea que buscar. Pese a ello, tanto lo que tenemos
como lo que tendremos ya nos está dado, pues todo responde a una lógica.
Ya dijo Platón que Dios geometriza.
De la sensibilidad, de la personalidad perceptible
que ésta determina, nace el arte a través de lo que se conoce como
inspiración: el secreto callado, el «ábrete sésamo» formulado por
casualidad, el eco remoto de un encantamiento.
Sin embargo, la sensibilidad aislada no genera
arte; ésta tan sólo es su condición, como el deseo lo es del propósito.
Es necesario que aquello a lo que la sensibilidad secunda se una a
aquello que la razón le niega. De este modo, se establece un equilibrio;
y el equilibrio es el fundamento de la vida. El arte es la expresión de
un equilibrio entre la subjetividad de la emoción y la objetividad de
la razón, que, como emoción y razón, y como subjetiva y objetiva
respectivamente, se intercalan y, por esto, al conciliarse se
equilibran.
Para que el arte pueda nacer, ha de ser de un
individuo; para no morir, ha de ser ajeno a éste. Debe nacer en el
individuo por lo que éste tiene de individual, que no en lo que éste
tiene de individual. En el artista nato, la sensibilidad subjetiva y
personal también es, al serlo, objetiva e impersonal. Con ello se
observa que tal sensibilidad ya encierra, como un instinto, la razón, y
que existe, por tanto, fusión, que no sólo conciliación, de estos dos
elementos del espíritu.
La sensibilidad conduce normalmente a la acción; la
razón, a la contemplación. El arte, donde estos dos elemento se funden,
es una contemplación activa, una acción pasiva. Esta fusión, compleja
en su origen, sencilla en su resultado, es la que los griegos
atribuyeron a Apolo, cuya acción es la melodía. Esta doble unidad, por
tanto, no tiene valor alguno como arte más que con sus elementos no sólo
unidos, sino equivalentes.
Falto de sensibilidad y de individualidad, el arte
es una matemática sin verdad. Por mucho que un hombre aprenda, nunca
aprende a ser quien no es; si no es un artista, nunca será un artista, y
del arte fingido se dirá lo que Scaliger dijo del arte de Erasmo: ex alieno ingenio poeta, ex suo versificator («poeta por ingenio ajeno, versificador por el propio»).
Por tanto, falto de razón y de objetividad, en el
genio destaca la locura en la cual el arte se basa; en el talento, el
asombro en el que se fundamenta; en el ingenio, la singularidad en la
que tiene origen. El individuo mata la individualidad.
En el arte buscamos un perfeccionamiento directo,
ya sea pasajero, constante o permanente. Nuestra condición y las
circunstancias determinaran el tipo, el grado, de nuestra elección.
El perfeccionamiento pasajero es el del olvido,
porque, como lo que tenemos de imperfecto está en nosotros por fuerza,
el acto de perfeccionarnos de forma pasajera, es decir, sin
perfeccionamiento, no puede ser otra cosa que olvidarnos de nosotros y
de nuestra imperfección. Por naturaleza, las artes inferiores -la danza,
el canto, la representación- secundan este olvido. Su única finalidad
es distraer y entretener, y, si exceden esta finalidad, también se
exceden a sí mismas.
El perfeccionamiento constante significa no el
perfeccionamiento en sí mismo, sino la presencia constante de estímulos
para éste. Los estímulos, sin embargo, sólo proceden del exterior; tanto
más intensos cuanto más exteriores; tanto más exteriores cuanto más
físicos y concretos. Las artes superiores concretas -la pintura, la
escultura, la arquitectura- secundan por naturaleza este estímulo
constante, cuya única finalidad es adornar y embellecer. Son constantes
como perfeccionamiento y sin embargo permanentes como estímulos de éste;
de ahí que sean superiores. Con todo, en ellas puede tener cabida, al
igual que todo lo concreto, una animación de lo abstracto; en la medida
en que lo hicieran sin alejarse de su objetivo, se excederían a sí
mismas.
El perfeccionamiento permanente no puede darse sino
por aquello que en el hombre es de por sí más permanente y más
perfeccionado. Al actuar sobre ese elemento del espíritu y animarlo, el
arte hará que el hombre viva cada vez más en él, le hará vivir una vida
cada vez más perfecta. La abstracción es el último efecto de la
evolución del cerebro, la última manifestación que el destino hace de sí
mismo en el individuo. Es incluso la abstracción substancialmente
permanente; en ella y en su actuación, a la que denominamos razón, el
hombre no vive como un siervo de sí mismo, como en la sensibilidad, no
piensa de forma superficial con respecto a la sociedad, como la razón:
vive y piensa sub specie aeternitatis, como un ser
independiente y profundo. En ella, pues, y por ella, debe desarrollarse
el perfeccionamiento permanente del individuo. Las artes que por
naturaleza secundan tal perfeccionamiento son las artes superiores y
abstractas: la música, la literatura e incluso la filosofía, que se
incluye impropiamente entre las ciencias, como si ésta fuera algo más
que el ejercicio del espíritu al idear mundos imposibles.
De este modo, por tanto, como cualquiera de las
artes superiores puede descender al nivel de la más ínfima, una vez
cumplido el objetivo que por naturaleza le corresponde, las artes
inferiores y las concretas también pueden ascender, en cierto modo, al
nivel de la suprema. De forma que todo arte, independientemente de su
posición natural, debe tender a la abstracción de las artes superiores.
Los elementos abstractos que puede haber en todo
arte y que pueden, por tanto, destacar en éste son tres: la ordenación
lógica del todo en sus partes, el conocimiento objetivo de la materia a
la que da forma, y el exceso de un pensamiento abstracto en tal arte. En
mayor o menor grado, estos elementos pueden manifestarse en todas las
artes, aunque sólo en las artes abstractas -y sobre todo en la
literatura, la más completa de todas- puedan manifestarse enteramente.
La misma abstracción también es un estado supremo
de la ciencia. Ésta tiende a ser matemática, es decir, abstracta, a
medida que se eleva y se perfecciona. Así pues, es en el nivel de la
abstracción donde el arte y la ciencia -al elevarse ambas- se concilian,
como dos caminos que se unen en la cumbre para luego bifurcarse. Este
es el imperio de Atenea y su acción es la armonía.
Como toda ciencia se inclina a la matemática, se
inclina, de este modo, a una abstracción concreta, aplicable a la
realidad y demostrable en sus movimientos físicos. Así, todo arte, por
más que se eleve, no puede desprenderse de la razón ni de la
sensibilidad, en cuya fusión se creó y originó. Donde no haya armonía,
equilibrio de elementos opuestos, no habrá ciencia ni arte, ya que ni
siquiera habrá vida. Apolo representa el equilibrio de lo subjetivo y lo
objetivo; Atenea encarna la armonía de lo concreto y lo abstracto. El
arte supremo es el resultado de la armonía entre la particularidad de la
emoción y de la razón, que pertenecen al hombre y al tiempo, y a la
universalidad de la razón que, para pertenecer a todos los hombres y
tiempos, no es de ningún hombre ni de ningún tiempo. De este modo, el
producto formado tendrá vida en cuanto concreto y organización en cuanto
abstracto. Aristóteles estableció este concepto una vez y para siempre
en una frase que recoge toda la estética: un poema, dijo, es un animal.
Aún existe el preconcepto -nacido o considerado
solamente en las formas inferiores del arte, o considerado como inferior
a cualquiera de ellas- de que el arte debe ser fuente de alegría o de
placer. Que nadie imagine, al olvidar los elevados fines del arte, que
el arte supremo debe proporcionarle alegría, o, incluso cuando le
satisfaga, satisfacción. Si el arte ínfimo tiene por objetivo
entretener, si el arte medio tiene por finalidad embellecer, el fin del
arte supremo es elevar. Por este motivo el arte superior es, al
contrario de los otros dos, profundamente triste. Elevar es
deshumanizar, y el hombre, no se siente feliz donde ya no se siente
hombre. Es cierto que el gran arte es humano; el hombre, sin embargo, es
más humano que el arte.
El arte nos entristece en otro aspecto. Nos
recuerda constantemente nuestra imperfección, ya porque al parecernos
perfecto se opone a nuestra imperfección, ya porque el hecho de que ni
siquiera el arte es perfecto es la señal de nuestra mayor imperfección.
Por esta razón los griegos, padres humanos del
arte, eran un pueblo infantil y triste. Y el arte quizá no sea, en su
forma suprema, más que la infancia triste de un dios futuro, la
desolación humana de la inmortalidad presentida. .
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